viernes, 31 de octubre de 2014

Laberintos del subconsciente. Cronotopos surgidos del cine moderno.


«Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.
Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo [...] » 
                                                     Jorge Luis Borges,
                                            extracto de Arte Poética.


Hace ya algunos años escribí un artículo de presentación para un ciclo temático de proyecciones en la Filmoteca de Sant Joan d’Alacant, que dirigí durante varios años. El ciclo de aquel mes de noviembre de 2010 se titulaba Laberintos del subconsciente. Y he de decir —creo que ya puedo decirlo— que la elección del tema no fue fortuito por mi parte. Es más, ningún ciclo de aquella IV temporada de la Filmoteca fue escogido al azar. Durante aquellos meses atravesaba momentos complicados en mi vida personal y traté de establecer en la estructura de la temporada unos códigos personales, unas segundas líneas de significación —en clave barthesiana— con el simple motivo, a veces impulsivo, de un desahogo personal que aliviara mi espíritu, al tiempo que esperaba ser lo suficientemente sutil como para no hacer protagonista a dicho deseo.

Tras un primer ciclo, en octubre de aquel año, sobre cineastas ‘rebeldes’ (necesitaba hablar sobre la rebeldía) en el cine negro norteamericano, sentí la necesidad de escribir sobre los recuerdos, el estado onírico y el paso del tiempo. Deseaba inventariar todo ello, enmarcándolo en algún lugar, de manera que quedase registrado de algún modo. La excusa, y herramienta, fue la Filmoteca, que se tornó en motivo personal —pues en aquel momento significaba mi mayor ventana al exterior—, a la que llegué a confiar, entre las líneas de mis artículos, mis propias dudas existenciales.

Sin saberlo, estaba realizando un ejercicio ‘cronotópico’; un ejercicio de registro de ideas, pensamientos y emociones, en un tiempo concreto e histórico, y en un espacio único para ello. A su vez —y en la superficie, natural, del propio contexto de redacción cinematográfica—, con el ciclo de noviembre, Laberintos del subconsciente, estaba realizando un ejercicio de análisis de la plasmación del subconsciente en la narrativa moderna del cine. Un marco dentro de otro, un análisis de cronotopos cinematográficos dentro de otro puramente personal.

Y, sin embargo, resultó. A sabiendas de que nunca habría sido capaz de organizar tal propósito de forma consciente, hoy, propuesto para escribir sobre el cronotopo bajtiniano en mediación con las artes, retomo aquel caso como singular prólogo de este texto, centrándome, a partir de ahora, en el hecho del análisis puramente cinematográfico, respecto al cronotopo del subgénero moderno, rompedor, nacido en los años 60, y del que hablaba en aquel ciclo temático.

Cartel promocional del ciclo Laberintos del subconsciente


Afirmaba Julio Cortázar, en su cuento Historias con migalas, que «todavía no sentimos montar los recuerdos, esa necesidad de inventariar el pasado que crece con la soledad y el hastío» (Cortázar, 342). Sin embargo, y desde sus inicios, el cine, entre todas las artes, posee una relación única con el tiempo y el espacio. Ya la fotografía, capturando una ‘rebanada’ de la vida y del tiempo, asignaba una vida eterna al ‘doble fantasma’ cartesiano de espacio y tiempo, encarnado en, y como, una imagen. En esta perspectiva, el crítico francés André Bazin escribió en su célebre libro ¿Qué es el cine? que «el cine se nos muestra como la realización en el tiempo de la objetividad fotográfica» (Bazin, 29).

Así pues, la sensación de montar los recuerdos de la que hablaba Cortázar, tal vez no sea posible para el ser humano (en un estado de vigilia), pero puede ser factible a través del medio cinematográfico. La narrativa cinematográfica desarrollada a partir de los años 60 absorbió, entre otros, del arte literario de varios escritores del pasado siglo como Marcel Proust, James Joyce o William Faulkner. Esta corriente modernista marcó una ruptura significativa con lo establecido y consiguió ‘montar’ los recuerdos fotográficos como cronotopos particulares en la historia del cine.

Anteriormente a esta ruptura moderna, en la narrativa clásica —que el crítico estadounidense Noël Burch acuñó como Modo de Representación Institucional—, el cronotopo cinematográfico era literal, abocinado a un espacio único —a través de una pantalla con dimensiones específicas— y desarrollado en un tiempo lineal, más allá de la época ficticia o espacio que las películas podrían construir, y a pesar de varios intentos aislados (excepcionales, como en el caso de Orson Welles) y de la vanguardia de los años 20.

Para establecer su teoría sobre el cronotopo, Mijaíl Bajtín, crítico y teórico literario ruso, se centró en, aproximadamente, dos milenios de producción literaria. En su libro Teoría y estética de la novela Bajtín subrayaba lo siguiente en las ‘observaciones finales’ del mismo:
«El cronotopo determina la unidad artística de la obra literaria en sus relaciones con la realidad. Por eso, en la obra, el cronotopo incluye siempre un momento valorativo, que sólo puede ser separado del conjunto artístico del cronotopo en el marco de un análisis abstracto. En el arte y en la literatura, todas las determinaciones espacio-temporales son inseparables, y siempre matizadas desde el punto de vista emotivo-valorativo. Naturalmente, el pensamiento abstracto puede concebir por separado el tiempo y el espacio, ignorando su elemento emotivo-valorativo. Pero la contemplación artística viva (que también tiene su modo de pensar, pero que no es abstracta), no separa ni ignora nada. Considera el cronotopo en su total unidad y plenitud» (Bajtín, 393).

Sin embargo, un concepto de cronotopo igualmente productivo sirve para el análisis del joven arte cinematográfico. De hecho, como sostiene el teórico cinematográfico, norteamericano, Robert Stam, en su libro Multiculturalismo, cine y medios de comunicación, «el cronotopo parece, en cierto modo, aún más apropiado para filmar que en la literatura. […] los modelos narrativos en el cine no son simplemente microcosmos que reflejan los procesos históricos; son también coordenadas de experiencias a través de las cuales la historia puede ser escrita y la identidad nacional figurada» (Shohat y Stam, 118).

Al desafiar el cronotopo realista de la narrativa clásica, los cineastas modernos parecían aplicar la idea de Bajtín para dar cuenta de inusuales y heterogéneas expresiones de espacio y tiempo.

Para fabricar un marco espacio-temporal 'rebelde', estos directores, sin duda, se basaron en una serie de aspectos técnicos, claves en la cinematografía, como el montaje, el trabajo de cámara, la iluminación, el sonido o la yuxtaposición de imágenes y escenarios, por nombrar unos pocos. Estas construcciones ficticias dan fe de tiempos y espacios diversos. Y, al igual que en la literatura moderna, consiguen componer estructuras oníricas, en espacios remotos y tiempos imposibles. Reducen o aumentan los tiempos narrativos a su antojo y sitúan los espacios del relato en acomodación a los mismos, formando cronotopos únicos, particulares de cada film, y un cronotopo genérico, común de la corriente modernista.

Como ejemplo de este cronotopo genérico, sirva el trabajo de los tres cineastas citados en aquel ciclo de noviembre de 2010 en la Filmoteca, Laberintos del subconsciente: Alain Resnais, David Lynch y Wong Kar-Wai. Rescato, también, las palabras que dediqué a los tres en la presentación del ciclo:
«Tres maneras de mostrar la versatilidad del arte cinematográfico para, en este caso, adentrarse en lo más profundo del subconsciente humano e imitar sus estructuras y ritmos oníricos. El deseo, el amor, el miedo, la vida y la muerte, multitud de símbolos de la naturaleza más simple se funden en un complejo laberinto de pasillos y habitaciones, travellings y flashbacks, para reflejar la subjetividad de la mente y sus misterios, en la constante reinvención del cine moderno».

Alain Resnais, Wong Kar-Wai y David Lynch

Un ciclo que definí como «un magnífico puzle, donde todos los elementos se funden en un laberinto onírico entre la mente y el tiempo», añadiendo que «al mismo tiempo, la conjunción de los tres cineastas expuestos en este ciclo, desemboca en un mismo río de influencias internas y externas, extensibles a otras corrientes artísticas como la literatura o la pintura».

Como conclusión, retomo la cita inicial de Borges, para definir mi cronotopo particular de esta entrada como una revisión de la fecha marcada de aquel ciclo, un símbolo de mis días y de mis años, de los que ahora trato de convertir su ultraje en una música, un rumor y un símbolo. Un nuevo símbolo. Un nuevo marco. Un nuevo cronotopo particular dentro de otro, que es, al fin y al cabo, lo que significa este texto.

Javier Ballesteros



______________________________________



Bibliografía utilizada:


BAJTÍN, Mijaíl. Teoría y estética de la novela. Madrid. Taurus. 1989

BAZIN, André. ¿Qué es el cine? Madrid; Rialp, 2006

BORGES, Jorge Luis. Arte Poética. Seis conferencias. Barcelona; Crítica, 2001

CORTÁZAR, Julio. Cuentos completos 2. Madrid; Alfaguara, 1994

SHOHAT, Ella., STAM, Robert. Multiculturalismo, cine y medios de comunicación. Barcelona; Paidós, 2002




viernes, 17 de octubre de 2014

Baltasar y Elpidio. Modernos Prometeos y medios de comunicación.


«¡He aquí lo que te has granjeado con tu filantrópica solicitud! Dios como eres, sin tener la cólera de los dioses, honraste a los mortales más de lo debido y en pago guardarás esta desapacible roca».
Esquilo
Prometeo encadenado


Hijos del mismo titán y entregados al mismo castigo por orden del Gran Poder, Baltasar Garzón y Elpidio José Silva parecen encarnar el mito de Prometeo a la perfección, en una tragedia —no la griega sino la española, moderna y actual—, en la que un poder dominante, omnipresente pero invisible, actúa a través de ese Hefesto moderno que es la opinión pública, forjada ésta en los medios de comunicación.

Baltasar Garzón y Elpidio José Silva son hijos de la justicia española, ese titán que, a su vez, rinde sus cuentas a un poder sistemático, invisible para nosotros, los mortales ciudadanos de este país. Ambos fueron desheredados del sistema judicial por exceso de poder, y por ingenuos, según la opinión pública. Sin embargo, lo más probable es que, tanto Garzón como Silva, al igual que Prometeo, quisieran darnos a conocer al pueblo una verdad que nos está prohibida. Un fuego que no nos pertenece.

Sin embargo, y a pesar de que 'Prometeos' parecidos los ha habido siempre, encontramos en la era actual de la información una diferencia histórica importante, respecto al papel de los medios de comunicación sobre la generación y destrucción de los mitos modernos. Ya en 1957, en su célebre Mitologías (Siglo XXI, 2009), Roland Barthes advirtió la diferencia entre la mitología clásica aplicada al contexto cultural y la mitología como concepto discursivo del poder mediático, desde un punto de vista semiológico. En la segunda parte del libro, titulada El mito, hoy, Barthes afirmaba que «el mito es un habla» y que «no se trata de cualquier habla: el lenguaje necesita condiciones particulares para convertirse en mito». Es decir, el mito necesita de un sistema de comunicación apropiado, de un emisor, un receptor, un código —el significante y lo significado— y un mensaje intencionado, todo ello para la generación del mismo. 

En alusión particular al uso de la imagen, en este sistema de comunicación y generación mitológica, Barthes indica lo siguiente: 
«La imagen, a su vez, es susceptible de muchos modos de lectura: un esquema se presta a la significación mucho más que un dibujo, una imitación más que un original, una caricatura más que un retrato. Pero, justamente, ya no se trata de una forma teórica de representación: se trata de esta imagen, ofrecida para esta significación. La palabra mítica está constituida por una materia ya trabajada pensando en una comunicación apropiada. Por eso todos los materiales del mito, sean representativos o gráficos, presuponen una conciencia significante que puede razonar sobre ellos independientemente de su materia. Claro que esta materia no es indiferente: la imagen sin duda, es más imperativa que la escritura, impone la significación en bloque, sin analizarla ni dispersarla. Pero esto no es una diferenciación constitutiva. La imagen deviene escritura a partir del momento en que es significativa: como la escritura, supone una lexis».

Barthes subraya la importancia de la imagen, «más imperativa que la escritura», en su uso de significación completa, una «significación en bloque, sin analizarla ni dispersarla». En pleno siglo XXI, donde la velocidad informativa es vertiginosa, la imagen debe contener el mayor significado posible y autónomo de la escritura. Sin embargo, dentro de esa «significación en bloque» de la imagen, instantánea y liminal en su superficie, pueden coexistir otras líneas de significado, precisamente con una intención subliminal. Son estas 'segundas líneas' de significado de la imagen lo que la hacen realmente poderosa como herramienta mediática. 

Los medios de comunicación son plenamente conscientes del poder de la imagen, tanto la fotográfica en prensa como la audiovisual en televisión (e incluso en la radio con alusiones a imágenes preconocidas por el oyente). 

De este modo, y a partir de la base semiológica barthesiana, respecto a la imagen creadora de significados completos —que puede incluir segundas líneas de significación—, como materia prima de la creación del mito, el caso particular de Baltasar Garzón y el diario El Mundo resulta digno de estudio, pues el mismo medio de comunicación que en sus imágenes de portada lo alzó al Olimpo (mitificándolo positivamente), más tarde, ayudó en su caída (no desmitificándolo, sino mitificándolo negativamente). A principios de los años noventa, Pedro J. Ramírez —director de El Mundo hasta hace unos meses—, llegó a afirmar en su propia autobiografía lo siguiente: «Garzón es motivo de orgullo de la ciudadanía [...], tan honrado y pertinaz como el legendario John Sirica (juez principal del Watergate)». Ya en la década siguiente y la actual, tras varias imputaciones, a cargo de Garzón, como la de falsificación de documentos de tres peritos policiales tras el 11-M, se desveló el verdadero rostro de Ramírez, quien actualmente define a Garzón como «indeseable para cualquiera y sinvergüenza para casi todo». 

En las siguientes imágenes se puede observar el uso histórico del diario El Mundo, a voluntad de interés, de la imagen fotográfica de Baltasar Garzón, indicando un significado completo y autónomo del texto escrito —tal y como afirma la tesis barthesiana—, e incluyendo segundas líneas de significación para, de esta forma, influir en la opinión pública.

La imagen de la izquierda corresponde a una publicación de El Mundo de mayo de 1994, cuando Garzón dimitió como diputado del PSOE. En la fotografía se muestra a Garzón como un hombre recto, firme y modélico. La imagen de la derecha corresponde a otra publicación de El Mundo de febrero de 2009, con la dimisión del ministro Mariano Fernández Bermejo tras las críticas recibidas por ir de cacería con el propio Garzón, a quien —no conformes en El Mundo con mostrarlo como un repudiado por el sistema judicial—, se le retrató en portada como alejado de cualquier valor moral, ante la opinión pública, vestido de cacería, y con rifle incluido.


Baltasar Garzón retratado por El Mundo en 1994 (izquierda) y 2009 (derecha)


En el caso de Elpidio José Silva, el uso de su imagen en los medios de comunicación nace ya desvirtuado en detrimento de su integridad y valor como magistrado, tras pasar del anonimato a villano directo, a partir de su orden de ingreso en prisión para el expresidente de Caja Madrid, Miguel Blesa, que derivó, en este mismo mes de octubre de 2014, en su inhabilitación como magistrado. Y aún, tras el muy reciente caso de las 'tarjetas opacas' de Caja Madrid, con Blesa como máximo exponente de corrupción, Silva sigue condenado por parte de la opinión pública, que respalda su inhabilitación. En la siguiente imagen del diario ABC de Sevilla, de mayo de 2014, se muestra un retrato de Silva desfigurado, alejado de la imagen de magistrado de moral recta. La instantánea induce a pensar, más bien, en la ingenuidad de un hombre perdido y aislado, un alocado.

   Elpidio José Silva retratado por ABC en Mayo de 2014

Garzón y Silva, hijos de titanes, robaron, cual Prometeo, el fuego de los Dioses para entregárselo a los hombres. Ambos ex magistrados continúan encadenados por la opinión pública a la roca del ostracismo judicial, donde varias aves depredadoras del periodismo devoran su reputación día tras día. Y a pesar de que, gracias a su valor titánico, esa reputación se regenera a diario, los depredadores mediáticos no cesarán de devorarlos, por mandato supremo, eternamente.


Javier Ballesteros



viernes, 10 de octubre de 2014

El 'caso Najwa'. El hiyab, la educación y la caverna.


«No entiendo por qué el mundo se ha dividido en Oriente y Occidente. La educación no es oriental u occidental, la educación es educación y es un derecho para todos y cada uno de los seres humanos».
Malala Yousafzai
Premio Nobel de la Paz 2014

Hoy es un gran día. La Academia sueca ha concedido este viernes, 10 de Octubre, el Premio Nobel de la Paz de 2014 a Malala Yousafzai —‘ex aequo’ con el activista indio Kailash Satyarthi—, la joven activista pakistaní por los derechos de las niñas a la educación. A sus 17 años de edad, Malala Yousafzai será la persona más joven en recibir un Nobel, en cualquiera de sus categorías.

El próximo 10 de Diciembre, Malala recibirá el Nobel en Oslo. Millones de personas verán por televisión su discurso de aceptación, en el que hablará sobre su activismo en pro del derecho a la educación de las niñas de todo el mundo. Lo hará, no les quepa duda, vistiendo en coherencia a sus principios y derechos. Y todo el mundo observará que la joven portavoz universal del derecho a la educación de las niñas vestirá el ‘hiyab’.

No voy a profundizar en la controversia del uso del ‘hiyab’ en este modesto espacio. Tampoco creo ser la persona idónea para ello. Veo más interesante ceder la palabra a dos mujeres musulmanas con amplio recorrido sobre el tema, pero con diferentes orígenes y posturas, para dar muestra de dicha controversia. 

Por una parte, la escritora iraní, residente en París, Chahdortt Djavann, mantiene una postura radical contra el uso del ‘hiyab’ llegando a afirmar en su libro ¡Abajo el velo! (2004) que «habría que penalizar a los padres que obligan a las jóvenes a llevar el velo por considerar esa presión como tortura física y psicológica». En una entrevista concedida a la revista MUGAK en 2004, la periodista e investigadora tunecina Sophie Bessis expresó su oposición a las palabras de Djavann, con algunos matices:
«Ella habla a partir de su propia experiencia, la experiencia de la revolución iraní de 1979 que fue una tragedia para las mujeres iraníes. No hay que olvidar desde donde habla cada cual, es muy importante. Si dice lo que dice es por ser iraní. Si fuera tunecina, senegalesa o marroquí habría dicho probablemente algo muy distinto. Pienso que fue un poco lejos al equiparar el velo de las menores con la tortura. Pero sí se puede equiparar, a veces, con la violencia. Cuando vemos a niñas de diez años o de ocho años con el hiyab, considero que es una violencia grave. Cuando se tiene dieciocho años se puede elegir: si quieres llevar hiyab lo llevas. De hecho, la ley francesa lo prohíbe en la escuela pero no lo prohíbe en la universidad. Hasta los dieciocho años las jóvenes se consideran menores, por lo tanto (no hablo de tortura porque es un término muy fuerte) sí que hay, a veces, violencia en torno al velo. Yo comprendo a esta mujer que ha vivido en Irán y que ha sido obligada a llevar el velo. Ella considera que ha sufrido violencia y está en su derecho. Ha provocado un debate, mucho ruido, unos decían que era un escándalo, un horror, etc… Yo no estoy del todo de acuerdo con ella, pero puedo comprender lo que dice».

Sirvan estas posturas opuestas como ejemplo de la controversia generada alrededor del uso del ‘hiyab’ y como punto de partida de lo que realmente trata esta entrada: la necesidad de un conocimiento de causa, o de estudio en su defecto, antes de justificar los límites del derecho. Pues, aunque las anteriores citadas escritoras mantenían opiniones opuestas, huelga decir que ambas poseen conocimiento de causa. El ‘caso Najwa’ sirve como ejemplo perfecto de la necedad legislativa española que, cegada en el uso de una kafkiana burocracia, expulsó definitivamente del sistema educativo a Najwa Malha en el año 2013.

Najwa Malha, con su 'hiyab', en una imagen de 2010.

En abril de 2010, el instituto público Camilo José Cela de Pozuelo apartó de su clase de 4º de la ESO a Najwa Malha, una estudiante española de origen marroquí de 16 años, porque se cubría la cabeza con el 'hiyab'. La Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid se lavó las manos en el asunto, limitándose a recordar que el decreto de convivencia aprobado en 2007 recoge una disposición de la LOE que obliga a todos los centros a tener un reglamento interno de normas de comportamiento y convivencia, y que éste es aprobado por los consejos escolares de cada centro, como autónomos. Sin embargo, en un arrebato de protagonismo, la consejera de Educación de aquel año, Lucía Figar, dejó muestras de su apoyo a la decisión de la dirección del instituto, con el siguiente argumento: «Mi postura es que no se debe ir al colegio con la cabeza tapada. Es mejor para la buena marcha del centro».

Tras dos años en el limbo administrativo, en Febrero de 2012, el juzgado de primera instancia de Madrid desestimó el recurso presentado por la familia de Najwa contra la decisión del instituto en el que cursaba estudios de no permitirle la asistencia a clase con ‘hiyab’. La sentencia estimó que «no se vulneró la dignidad» de la alumna ni tampoco se produjo «una injerencia en su libertad religiosa» porque el centro actuó en cumplimiento de su reglamento, que es «igual para todos». De nuevo, la consejera de Educación, Lucía Figar, quiso marcar territorio respecto a la sentencia: «La sentencia respalda que los institutos puedan prohibir a sus alumnos llevar la cabeza cubierta con pañuelos, gorras o velo islámico, y que no cabe hablar de la vulneración del principio de la dignidad de la personas ni de vulneración de la libertad religiosa». 

En abril de 2013, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid rechazó el recurso de apelación presentado por la familia de Najwa Malha. Con esta definitiva bofetada de la justicia española a la familia de la joven marroquí se silenció un caso que, a día de hoy, todavía sigue sin resolver. 

Najwa Malha ya debe ser mayor de edad. Desconozco si ha decidido seguir vistiendo el ‘hiyab’ o si, por el contrario, ha decidido no hacerlo. En el segundo caso, es posible que haya debido enfrentarse a su propia familia y religión. En este sentido, el problema pertenece ya a la controversia propia del origen del ‘hiyab’ y de los propios musulmanes. Al igual que en el caso de las escritoras citadas anteriormente, la iraní y la tunecina, es un tema que les pertenece a ellos. Ellos deben tomar las decisiones. Es su derecho. 

Mi crítica es feroz hacía la incapacidad de la justicia española de encontrar una solución al problema educativo de Najwa. Porque de eso se trataba: de la continuidad educativa de una niña de 16 años. La justicia española, perdida en un tema religioso que no tocaba y al que no se pertenecía, reafirmando los argumentos autoritarios (arengas de «cruzados» de otro tiempo) desde las instituciones públicas, detuvo el progreso educativo de Najwa Malha. Y eso sí es un atentado. Un atentado que pertenece a las cavernas y que merece una revisión del sistema educativo español. 

Lo dijo un Premio Nobel de la Paz: «La educación no es oriental u occidental, la educación es educación y es un derecho para todos y cada uno de los seres humanos». Un Premio Nobel que es mujer, menor de edad y viste el ‘hijab’, al igual que Najwa Malha en 2010.

A mil años luz de Oslo, y sin embargo en Madrid, aún se vive en las cavernas. 

Javier Ballesteros




sábado, 4 de octubre de 2014

Ordet. Dreyer y el poder de la palabra.



«En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios…»
Juan 1:1 


No es complicado deducir que el origen del título escogido por el dramaturgo danés Kaj Munk para su aclamada obra teatral de 1925, Ordet (La palabra, en su traducción literal del danés), deriva de este primer, y controvertido, versículo del prólogo del Evangelio de Juan. Un título marcado a conciencia en especial atención al protagonista de esta obra, Johannes, un quijotesco personaje que, ‘enloquecido’ por sus estudios teológicos, se proclama a sí mismo como la reencarnación de Jesucristo, a su vez reencarnación de la Palabra, tal y como indica Juan en el decimocuarto versículo de su prólogo: «Y la Palabra se convirtió en carne» (Juan 1:14).

La controversia sobre el prólogo del evangelio de Juan proviene de la lógica dificultad de una traducción única desde su original concepción en griego koiné o helenístico. El término griego original para ‘la palabra’ es logos. Un término que derivó en varias acepciones según el origen de la traducción del prólogo de Juan. Para unos, el Logos significa la razón, o la palabra hablada, sabiduría y doctrina. Para otros, ‘el verbo’. He aquí, que desde el inicio de los textos bíblicos ya encontramos las primeras discontinuidades, en alusión al término foucaultiano, por la palabra y desde la palabra. Estas primeras discontinuidades, o disconformidades, del uso lingüístico, en la traducción y significados de los textos bíblicos, son muestra de las múltiples lecturas de las que han sido objeto los textos bíblicos, particularmente, desde el cristianismo. Partimos, pues, de un logos, que en su práctica en la historia nos deja multitud de acepciones dogmáticas surgidas de su propia naturaleza omnipotente. 

El prólogo del Evangelio de Juan y las anotaciones anteriores sobre el origen de las variantes de la fe cristiana desde sus múltiples lecturas, sirven, a su vez, como prólogo a esta entrada, que, a partir de ahora, se centra en la figura del cineasta, también danés, Carl Theodor Dreyer y de su obra fílmica La Palabra (Ordet, 1955), basada en la obra homónima de Kaj Munk.





Y es que la obra de Dreyer acude precisamente a mostrar en imágenes la paradoja de la fe cristiana, a partir de una muestra de sus discontinuidades históricas, en la rivalidad por la razón, por la palabra. En este caso, con el enfrentamiento dogmático entre dos corrientes religiosas, ambas protestantes, de un pequeño pueblo danés. Por una parte, se encuentra la corriente que profesa el viejo Morten Borgen, que aboga por un cristianismo luminoso, agradecido a la vida y al intelecto. Enfrentado a Borgen, y a su familia, se encuentra la corriente que profesa la familia del sastre Peter Petersen, llamada de la 'Misión Interior', ultradefensora y radical, que sostiene una certeza absoluta sobre la redención cristiana y el castigo a los no creyentes. Al enamorarse el hijo menor de Borgen de una de las hijas de Petersen nace una necesidad de entendimiento entre ambas familias, por el bien de los jóvenes. Sin embargo, ninguno de ellos cede ante la palabra del otro, ante la palabra derivada de cada uno de sus dogmas cristianos. He aquí la primera paradoja del relato.

Alrededor de ambas familias se sitúa un mediador, verdadero redentor, al que nadie, salvo la hija pequeña de Borgen, hace caso: Johannes, el hijo mediano de Morten Borgen, a quien tildan de loco sin remedio tras autoproclamarse la reencarnación de Jesucristo. Según su familia, Johannes había enloquecido al sumirse en la Teología buscando una identificación con Cristo; particularmente, a partir de los textos de Søren Kierkegaard. Consciente del poder que se le ha otorgado, Johannes asume la Palabra de Dios y, en su oratoria particular, se dirige a su familia como un iluminado, poseedor de la Palabra, la razón, el conocimiento único y divino. Johannes deambula por todas partes citando los evangelios y aparece en los momentos de mayor conflicto, profetizando advenimientos y marcando el camino de la redención de su familia. La segunda paradoja es, por la tanto, la resultante de la fe profesada sobre la reencarnación cristiana y la negación de la posibilidad de la misma en el tiempo presente. Lo que Dreyer trata de mostrar en Ordet es la pérdida de la esencia misma de la fe cristiana: el poder de la ‘palabra’. Una ‘palabra’ distorsionada; reinterpretada, continuamente, durante casi dos milenios.

Pero es cuando Inger —la esposa de Mikkel, el hijo mayor de los Borgen— está al borde de la muerte, tras serle realizado un aborto, cuando el relato adquiere un significado realmente transcendental. El viejo Morten Borgen, incapaz de obtener respuestas sobre lo que sucede desde su fe, desesperado y hastiado ante el comportamiento de Johannes, quien advierte de la proximidad de la muerte, se dice a sí mismo: «Esto es una locura. Y, sin embargo, ¿qué es la locura y qué es la razón?». Johannes le responde: «Te estás acercando a Dios. Todo depende de una palabra». Poco después, Inger muere.

En este punto del relato, ante la impotencia del viejo Borgen enfrentado a su propia fe, creo interesante hacer hincapié en el concepto de poder. Michel Foucault afirmó que «el poder está en todas partes» y que solo debemos «hacer visible lo invisible». Por otra parte, el sociólogo, también francés, Pierre Bourdieu retomaría, a finales de los años 60, la teoría de Foucault, para ofrecer un concepto más amplio, y cuyo análisis del poder se basa en la articulación de dos conceptos básicos: el de 'violencia simbólica' y el de 'habitus'. Según Bourdieu, el poder «conforme se va autolegitimando también se va institucionalizando». La producción de verdad se legitimiza, en un 'habitus' —respecto al proceso temporal y social del mismo—, mediante poderes simbólicos que Bourdieu denominó ‘violencia simbólica’.

Precisamente, el final transcendental de Ordet se me antoja como ejemplo perfecto del primer concepto foucaultiano de poder y del consiguiente poder simbólico de Bourdieu. El milagro de la resurrección de Inger hace visible para todos lo que hasta entonces les era invisible: la pérdida de la esencia religiosa, de la fe. A su vez, esta pérdida es muestra de una institucionalización religiosa en los fieles, carente de una verdad absoluta, pero autolegitimada a lo largo de la Historia. 

Así pues, solo ante los ojos, puros (no institucionalizados, en términos bourdieuanos), de la niña, Johannes es potencialmente 'capaz'. A través de la fe de la niña, le es concedido el poder a Johannes, quien hace uso del mismo a través de la palabra: «Jesucristo, si es posible, dale permiso para volver a la vida. Dame la Palabra. La Palabra que puede resucitar a la muerta. Inger, en nombre de Jesús, te lo ordeno, ¡levántate!».

Johannes consigue, a través de la palabra, resucitar a Inger y, a su vez, hace visible ante los ojos de todos, incluido el espectador, lo que hasta entonces les era invisible: la pérdida de una fe que profesa, justamente, el poder de la palabra.


Javier Ballesteros